Número 42 – 11
Fundamentos de Política Económica
La controversia en política económica: un arte según John Kenneth Galbraith, aplicado a los Estados Unidos de América (del Norte)
(por Dr. Fernando G. Jaén Coll. Profesor Titular del Departamento de Economía y Empresa de la Universidad de Vic-Universidad Central de Cataluña)
Una manera factible y útil de presentar la política económica es mostrarla a través de las controversias que suscita. John Kenneth Galbraith, adoptó un enfoque peculiar con un objetivo diferente: mostrarnos la dinámica propia de las controversias surgidas en la política económica, teniendo ésta el rol de ejemplo o caso de aquellas. El desarrollo de sus ideas fraguó en la primavera de 1954 para las conferencias que pronunció en el College of Puget Sound, en Tacoma, Washington, patrocinadas por la Brown & Haley Company en 1954, dando lugar posteriormente al libro Economics and the art of controversy (Trustees of Rutgers College. New Jersey, 1955), si bien la versión castellana de Ediciones Ariel, de 1960, se realizó “por expreso deseo del autor, sobre la edición publicada por Vintage Books Inc., New York, 1959, recogiendo las modificaciones introducidas” (Prefacio a la edición Vintage).
Por la fecha de las conferencias, es evidente que la política económica considerada corresponde a años anteriores a 1954, principalmente la practicada en las décadas de los 30 y 40 del siglo XX y centrada en los Estados Unidos de América, si bien el objeto de estudio es la controversia generada por el asunto más que el asunto mismo, destacando el comportamiento que se ha manifestado en la controversia, extrayendo de la observación algunas reglas generales, teniendo en cuenta que los acuerdos o desacuerdos en cada controversia se manifiestan en posturas políticas que adoptan y defienden dirigentes políticos y “son ellos quienes presentan un interés para estas páginas.” (p. 16) Estamos, pues, ante controversias suscitadas en el ámbito de la política económica y no de juicios sobre la marcha de la economía o de alguna de sus partes. Ni la teoría ni la estructura económica ni siquiera las doctrinas económicas son de interés aquí. Cuatro son los temas abordados en cinco capítulos, por orden: la cuestión laboral, la política agrícola, la responsabilidad del gobierno en el funcionamiento del sistema económico y la cuestión del Estado Providencia. Un capítulo final versa sobre la dicotomía entre acuerdo y discordia en las controversias.
En el primero de ellos, Galbraith se refiere a la negativa de los empresarios al derecho a existir de los sindicatos. Los ejemplos que expresan dicha negativa los manifestaba con gran claridad y crudeza en el año 1903 la Asociación Nacional de Manufactureros, también grandes empresarios, como George F. Bauer, en plena huelga de los mineros de carbón: “Los derechos e intereses del trabajador serán protegidos y amparados no por los agitadores sindicales sino por hombres cristianos a los cuales Dios, en su infinita sabiduría, ha encomendado el cuidado de los intereses de la propiedad en el país.” (citado en p. 20). En 1935, historiadores del sindicalismo americano señalaron que “Los empresarios ingleses, salvo pocas excepciones, habían aceptado el sindicalismo antes de que finalizara el siglo XIX. Pero el sindicalismo ha continuado siendo para el empresario americano el invasor y el usurpador que tiene que ser expulsado tan pronto como se presente la primera oportunidad.” (tomado de la cita en p.21, de Perlman y Taft). En las páginas siguientes del capítulo, Galbraith pone de relieve los cambios que tuvieron lugar en la década de los treinta del siglo XX (no olvidemos que se vivía la crisis de 1929 y sus duraderas consecuencias) y la tolerancia benevolente hacia los sindicatos y el movimiento obrero. El sucinto repaso de la evolución de las relaciones laborales en los Estados Unidos nos va mostrando la progresiva aceptación de la organización obrera en sindicatos y de las huelgas, de las que nos dice Galbraith que la discusión en torno de una huelga cesa normalmente cuando se firma un nuevo contrato. Concluye el capítulo señalando la enorme reducción del conflicto en la política laboral en los últimos veinte años, que hace incomparable la lucha actual con la antigua. “el ruido sigue siendo igual, la furia ya no lo es.” (p. 35)
La segunda controversia se refiere a la intervención estatal en los mercados agrícolas (insistamos en recordar que el momento de análisis es el año 1954 y anteriores), como otro caso particular de controversia sobre el poder de negociación (Capítulo III): los muchos disgregados frente a los pocos organizados, sean obreros frente a empresas (de ahí la necesidad de los sindicatos); sean agricultores frente a terceros (tanto proveedores como clientes), con la consecuencia de ver perjudicada su relación de intercambio. El descontento agrario ha conducido a la intervención del gobierno en el mercado, tanto en los Estados Unidos como en la práctica totalidad de los países occidentales en favor del agricultor. Transcurridos muchos decenios no se nos hace extraña ya esta intervención, cuya expresión diáfana sería la Política Agraria Común (PAC) de la Unión europea, que además ha de tener en cuenta no sólo los umbrales de precios sino también sus consecuencias sobre las diferentes regiones.
La tercera polémica que aborda Galbraith es de carácter general (“cósmica” dirá él): “Y esta no será otra que el aspecto y forma definitivos de la sociedad política y económica que regirá la comunidad. ¿Se tratará de una sociedad capitalista, socialista o comunista? ¿Cuáles serán las características de las instituciones políticas correspondientes?” (p. 47) Polémica distinta si consideramos Italia a o Francia, o si nos centramos en los Estados Unidos de América, reconoce el autor. En estos últimos, en los que no tiene cabida la posición del socialismo o el comunismo, la polémica se desdobla en: a) si el capitalismo conduce a un final feliz por sí mismo, dejándolo operar automáticamente, y b) en los objetivos y actividades gubernamentales, lo que se dio en llamar el Estado Providencia (en el que nos adentraremos en un capítulo aparte). La controversia sería entre libre funcionamiento del capitalismo frente a intervención gubernamental, siendo “La medida normal de los resultados alcanzados en esta cuestión la capacidad de la economía para mantener una ocupación casi plena.” (p. 53)
Dejando actuar libremente a los mecanismos del capitalismo, las dos amenazas que aparecen son: la depresión (incluso el estancamiento) y la inflación; si bien cabe admitir la intervención gubernamental en favor del bien común en cuanto a proveer bienes y servicios colectivos, deberá sujetarse al equilibrio presupuestario que iguala ingresos y gastos, sin intervenir en la dirección del sistema económico, lo que, por el contrario, sí es admitido desde el lado opuesto de la controversia con la finalidad de lograr la estabilidad, lo que conllevará que el gasto público no sea valorado por los servicios que preste sino por su contribución a la estabilidad y su correlato en la política tributaria será su incidencia en el gasto de los consumidores y la inversión de las empresas. De hecho, esta intervención es una forma de planificación que sería lo menos malo para la pervivencia del capitalismo. Este tipo de intervencionismo abriría las puertas a una nueva moral pública: ahora los criterios que fueron humanitarios e igualitarios serán funcionales. Los esfuerzos por conseguir ventajas privadas de acciones públicas deberán sujetarse a dos normas: no entrañar soborno flagrante y que el alegato, tan falso como se quiera, debe poner de manifiesto que se sirve al interés público (p. 59)
Admite Galbraith una tercera posición en la polémica: la de aceptar una depresión económica aguda, preferiblemente muy corta y ocasional, compensando a los obreros mediante un seguro de paro. Depresión que traería una mayor eficiencia y productividad acelerando el crecimiento económico y consiguiendo una mayor prosperidad a más largo plazo, si bien esta posición la considera exclusivamente intelectual, pues duda que un americano defienda la depresión como remedio. Por traer al presente un ejemplo de esta opción, se podría pensar en la crisis de las subprimes, con la posibilidad de dejar hundir los bancos, con pérdidas asumidas por sus accionistas, pero no fue la opción adoptada por ningún país de los que se consideran “liberales”. Cabe, eso sí, la reflexión intelectual sobre si valiera como salida de la crisis a von Mises (a quien dedicará las páginas 98 y 99, en relación con el intervencionismo, pero en un contexto claramente diferente como veremos).
El capitulo V prosigue con la polémica, ahora ya del lado del abandono del automatismo en la economía, entre los propios norteamericanos, en los que la Gran Depresión dejó una huella inolvidable con “el catastrófico colapso y el lúgubre estancamiento de la década de los treinta” (p. 71). Contribuyeron después dos acontecimientos que señala Galbraith: la publicación en 1936 de la Teoría General de la Ocupación, el Interés y el Dinero, de J. M. Keynes y, en 1942, la creación del Comité de Desarrollo Económico (CED) por temor a que una nueva depresión afectara a la reputación del capitalismo, y que al poco tiempo acabó aceptando “un cierto y conservador grado de intervención estatal como requisito para el buen funcionamiento del sistema económico.” (p 74) Resultó perjudicial para el automatismo el hecho de que fuese una organización representativa del sector industrial y comercial privado. También la administración Eisenhower rechazó la idea del automatismo, reconociendo la necesidad de que el gobierno dirigiera la economía. Finalmente, entre los pocos economistas profesionales que defendían el automatismo, defendieron la política monetaria como principal forma de intervención gubernamental, pero el New Deal y el Fair Deal redujeron el papel de esta política.
Admitida la intervención en principio, quedaría por ver la situación concreta que la hace admisible, lo que lleva a nuestro autor a dedicar tres páginas (89 a 91) a los pronósticos económicos, de los que no se podrá obtener conclusión alguna sobre la necesidad de la intervención estatal, pues llevaría “a rechazar la incertidumbre propia del capitalismo” (p. 89).
El último gran tema de controversia económica, el Estado Providencia, ocupa el capítulo VI (20 páginas, de la 95 a la115), es enjundioso. En la década de los 30 del siglo XX, los seguros sociales (particularmente el del paro no deseado) no estaban bien vistos, calificándolos de “limosna”, lo que venía pintiparado con la frase que recoge Galbraith de que “ningún americano que se respete debiera nunca aceptar una limosna.” (p. 96). La denigración por la palabra se dejó ver también con el uso del término “estatismo”, condenatorio de la intervención pública. La misma connotación desagradable corresponde, a “Estado Providencia”, si bien no se impuso el carácter despectivo pretendido: mientras John Fuster Dulles hizo enconada campaña en contra de la expresión en unas elecciones parciales al Senado, en 1949, frente a Herbert Lehman, partidario de esta política, y que ganó claramente.
El autor recalca que no todas las disposiciones de previsión social son rechazadas en bloque incluso por aquellos que son contrarios al Estado Providencia, y trae a colación a Ludwig von Mises (que fue exponente destacado de la Escuela Austriaca de economía), al que califica de “enconado opositor del estado Providencia” (p. 99), señalando que incluso este “es tímidamente partidario de la educación pública”, recogiendo al respecto una cita textual de su libro Human Act (déjeseme aprovechar para señalar la enorme calidad de dicho libro).
Por otra parte, a Galbraith le resulta sorprendente el que se apague la polémica sobre la previsión social una vez que ha sido aprobada su legislación (así sucedió con la Ley de Seguridad Social americana de 1935, con gran oposición en los años previos, pero sin discusión al finalizar la década de los 30 del siglo XX), al contrario de lo que ha sucedido con otras controversias. Hoy podemos reconocer que se mantiene una polémica sobre el Estado del Bienestar (un desarrollo que abarca lo que fue la legislación del Estado Providencia), pero circunscrita a su amplitud e intensidad más que al reconocimiento en sí de su conveniencia, incluso por quienes defienden el capitalismo a ultranza, que una cosa es adelgazar y otra extinguir. La polémica se sustentaba en hipótesis agoreras sobre el devenir, pero una vez alcanzado un plazo razonable sin que acontezca lo hipotéticamente previsto, deja de preocupar la controversia.
Específicamente de los Estados Unidos de América era (y aún es) la atención médica pública, y Galbraith le dedica las páginas 107 a 112, por la controversia que suscita y cómo la Asociación Médica Americana (AMA) describió consecuencias hipotéticas que comportaría la adopción de un sistema nacional de seguros médicos: los médicos serían instrumentalizados por los políticos, se reduciría rápidamente el nivel de atención médica, incluso la ciencia dejaría de progresar, los servicios médicos “secuestrados” por los hipocondríacos, etc. Este caso muestra que “Todo sistema patrocinado por el Estado que brinde asistencia médica gratuita se enfrenta con la implacable oposición de los organizados profesionales de la medicina.” El tiempo transcurrido y las experiencias europeas muestran que lo previsto por la AMA, no tiene por qué suceder necesariamente, que sus hipótesis eran descabelladas, salvo que se tomaran como consignas a seguir por sus miembros caso de aprobarse el seguro médico. La polémica no se extinguió y aún hoy está presente, como lo están la vivienda y la educación. Quizás debiera ser fuente de polémica hoy el por qué destinar parte de los recursos públicos a las empresas, salvo para compensar las ayudas que reciben las de otros países, pero ya las diferencias entre Comunidades autónomas en España presentan un problema en relación con la competencia y no parece ser fuente de controversia.
El capítulo “VII. La política del acuerdo y de la disensión”, el último, se abre con el reconocimiento de que no se han tratado todas las “escenas de conflicto”, pero sí probablemente las más debatidas, concluyendo que “En definitiva, ninguna de las grandes cuestiones de la política económica que proporcionaron tan abundante combustible a la controversia política durante las décadas de los treinta y de los cuarenta conserva ahora su antigua posición como tema de discordia. Los partidos políticos han llegado a tener unos mismos objetivos estratégicos y discrepan únicamente en cuestiones de táctica.” (p. 119) Más adelante lo concretará respecto del sistema americano de partidos: “Dadas unas circunstancias determinadas, un conocimiento de las actitudes populares y un deseo de ser reelegidos, la actividad que se lleve a cabo, tanto por republicanos como por demócratas, será casi la misma” (p. 124)
Las controversias en la política económica prosiguen, incluso las que carecen de contenido sustancial.