Noticias 43 – 10

Políticas económicas estructurales

¿Por qué necesitamos un nuevo Estado de Bienestar?

(por Guadalupe Souto, Departament d’Economia Aplicada, Universitat Autònoma de Barcelona y Ció Patxot, Departament d’Economia, Universitat de Barcelona)

El Estado de Bienestar comprende el conjunto de políticas y programas diseñados para proteger a las personas frente a diferentes situaciones de riesgo o vulnerabilidad que pueden afectar gravemente a su capacidad económica a lo largo de la vida y que, por ende, puedan derivar en consecuencias tan graves como la pobreza o la exclusión social. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) reafirmó en 2012 el firme compromiso de las Naciones Unidas con el derecho a la protección social a lo largo del ciclo vital como un derecho fundamental de las personas (OIT, Recomendación 202, 2012), y así ha quedado recogido de manera explícita entre los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030 aprobada en 2015 por la ONU.[1] En Europa, tradicionalmente considerada la cuna del estado de bienestar, la UE ha mostrado su compromiso en avanzar hacia mejores políticas sociales con la aprobación en 2017 del Pilar Europeo de Derechos Sociales (PEDS) y su Plan de Acción en 2021.[2]

Actualmente, todos los países europeos disponen de un Estado de Bienestar consolidado y que goza de un amplio consenso social, articulado en torno a cuatro grandes pilares: las pensiones de jubilación, la sanidad, la educación y otros programas de protección social (incluyendo este último un conjunto de políticas diversas entre las que se encuentran por ejemplo la protección de los desempleados, los cuidados de larga duración o las políticas familiares, entre otros). Lógicamente, el peso relativo de los diferentes programas varía entre países, si bien es claramente detectable un rasgo común. Aunque pudiera ser el objetivo inicial, el papel principal del Estado de Bienestar no es el de redistribuir rentas de los que más a los que menos tienen, sino intergeneracionalmente, de las personas que están en edad activa hacia los niños (educación, políticas familiares) y, muy especialmente, hacia las personas mayores (pensiones de jubilación, sanidad, cuidados de larga duración). En prácticamente toda Europa, el Estado del Bienestar ha socializado una buena parte de las necesidades de consumo de la gente mayor, especialmente en aquellos países donde las pensiones de jubilación funcionan como un sistema de reparto. Es decir, toda la sociedad (pero muy especialmente los que trabajan) contribuyen con sus impuestos a sufragar las pensiones y los servicios sanitarios de las personas mayores. Sin embargo, no ha ocurrido algo similar con los niños, pues sus necesidades más allá de la educación siguen siendo mayoritariamente sufragadas por sus propios padres. Aún en aquellos países con importantes políticas familiares como las asignaciones universales por hijo a cargo (como por ejemplo Finlandia, Suecia, Alemania o Francia), los datos siguen mostrando que la mayor parte del gasto social se dirige a las necesidades de los mayores (pensiones y sanidad). No digamos en España y otros países mediterráneos, donde tales políticas familiares brillan por su ausencia. Al respecto, es interesante el trabajo de Solé et al. (2019), que analiza este desequilibrio del Estado de Bienestar, así como el desigual impacto de la Gran Recesión en España por grupos de edad. El fuerte incremento del desempleo y la bajada general de los salarios condujeron inevitablemente a un empobrecimiento de las familias, y en particular de los jóvenes, que apenas contaron con políticas sociales para compensar la fuerte caída de ingresos laborales. Por el contrario, las pensiones actuaron como una red de seguridad efectiva para proteger a las personas mayores. Los indicadores de pobreza reflejan claramente esa dura realidad: en 2008, la tasa de riesgo de pobreza de los menores de 18 años y de los mayores de 65 era prácticamente la misma (26%), pero en 2015 se había incrementado hasta casi el 30% para los niños, mientras que para los mayores se había reducido al 12%. En 2023, la brecha continúa: un 29% de los niños y un 18% de los mayores de 65 viven en riesgo de pobreza. [3]

Es conveniente tener en cuenta también que el Estado de Bienestar tal y como lo conocemos nació inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial (bastante más tarde en España), y se desarrolló y consolidó en un contexto social que ha sufrido cambios significativos en las últimas décadas, todos ellos interrelacionados. Por un lado, cabe destacar cambios demográficos tan sobresalientes como el importante incremento de la longevidad. En 1960, la esperanza de vida al nacer en España era apenas de 60 años, mientras que en 2022 superaba los 80 (siempre con una cierta diferencia a favor de las mujeres), situándose entre las más altas del mundo. Valga decir que, felizmente, las proyecciones futuras no vislumbran un cambio de tendencia, es decir, cada vez viviremos más. La reducción de la mortalidad se ha visto acompañada por un descenso de la natalidad. En este apartado, España también se sitúa entre los países destacados en el ranking, en este caso por tener las tasas más bajas. En 2022, la tasa de fecundidad media en la UE era de 1,46 hijos por mujer, siendo Francia el país con el valor más alto (1,86) y Malta (1,08) y España (1,16) los que registran los valores más bajos. La tendencia histórica en este caso ha sido claramente a la baja, y tampoco se atisban cambios significativos en las próximas décadas.

Las tendencias demográficas mencionadas, sobre todo en la natalidad, están fuertemente interrelacionados con otros cambios sociales que han tenido lugar paralelamente. En primer lugar, cabe mencionar la importante transición educativa iniciada en la segunda mitad del siglo XX (algo más tarde en España), con los jóvenes alargando su formación más allá de la etapa obligatoria, y muy particularmente las chicas. Del mismo modo, la participación femenina en el mercado laboral tampoco ha dejado de crecer en las últimas décadas. Como apunta Miret (2022), la tasa de actividad femenina en España se ha incrementado del 15% a finales de los años 80 hasta el 50% en 2021. No obstante, tal incremento de la participación de las mujeres en el mercado laboral ha sido especialmente importante en aquellas con un mayor nivel de formación y sin hijos, y es de esperar que siga aumentando en los próximos años al ir desapareciendo paulatinamente de las estadísticas las mujeres que tuvieron menor acceso a la educación. Aquí comienzan a divisarse las interrelaciones con otros cambios sociodemográficos ya mencionados anteriormente, la transición educativa y la reducción de la natalidad, y otros no menos importantes, como los nuevos modelos de familia. Las sociedades europeas parecen haber abandonado definitivamente el modelo tradicional del hombre que “trae el pan a casa” y el ama de casa que cuida de los hijos, para incorporar otras formas familiares alternativas. El divorcio y la monoparentalidad son dos buenos ejemplos de factores que han modificado las pautas familiares, pero también otros como la reducción de las familias extensas, con cada vez menos mayores conviviendo con sus descendientes. El tamaño medio de los hogares en España era de 4 miembros en los años 70, frente a tan sólo 2,5 en la actualidad. Dicha evolución se explica por el menor número de hijos y por el significativo incremento del número de personas que viven solas. Según las previsiones del INE, esta tendencia continuará, ya que para dentro de 15 años el número de hogares unipersonales alcanzará el 30%, frente al 27% en 2022.

Ahora bien, la entrada de las mujeres en el mercado laboral no se ha visto acompañada en la misma medida por una mayor participación de los hombres en las tareas domésticas. Según las estimaciones de Rentería et al. (2018), las mujeres españolas entre 21 y 65 años trabajan en promedio 1,1 horas más al día, teniendo en cuenta tanto su dedicación al trabajo remunerado como a la producción doméstica (básicamente, tareas del hogar y cuidados de hijos u otros familiares).[4] Las desigualdades existen también en otros países europeos, si bien son menores. Los cuidados son una variable muy importante en la compleja ecuación de la desigualdad, en la que no sólo el dinero es importante, sino también el tiempo. Las mujeres son quienes mayoritariamente se encargan de cuidar informalmente (es decir, sin remuneración a cambio). Ello les supone una doble carga, cuyo precio puede ser tan alto como ver penalizada (o anulada) su carrera laboral.

En sociedades como las actuales, donde la tasa de fecundidad lleva décadas por debajo de la tasa de reposición, es imprescindible comenzar a pensar cómo adaptar ciertas estructuras sociales a esta nueva realidad. En el caso concreto del Estado de Bienestar, los niños y niñas son imprescindibles para asegurar su sostenibilidad, pero se están convirtiendo en activos cada vez escasos. Las personas que tienen hijos y se encargan de su cuidado hasta su vida adulta (especialmente las madres), generan una externalidad positiva a aquellas otras que no son padres pero que, gracias a esos niños, podrán igualmente disfrutar de programas públicos como la sanidad o las pensiones cuando envejezcan (Bovenberg, 2007). Aplicando la teoría de las externalidades, la cantidad eficiente de niños y niñas sólo se conseguiría si el sector público subvenciona a los padres para que al tomar su decisión sobre el número de hijos consideren el beneficio externo para toda la sociedad. Es decir, si el sector público socializa el coste de tener y criar hijos, para que sea toda la sociedad la que sufrague sus costes igual que más tarde percibirá los beneficios.

En un reciente estudio, Spielauer et al. (2022) utilizaron un modelo de microsimulación para estimar las transferencias privadas y públicas en cuatro países europeos (Austria, Finlandia, España y Reino Unido) según tipos de familia y el nivel educativo. Sus resultados muestran que las familias con hijos se ven obligadas a hacer un importante esfuerzo para cubrir los costes de criarlos, sin que el sector público sea capaz de compensar dicho esfuerzo con mayores transferencias públicas. El desequilibrio es especialmente importante entre los individuos de mayor nivel educativo que son o no padres y en particular en España: en promedio, los padres y madres con nivel educativo alto pagan significativamente más impuestos netos (descontando posibles transferencias recibidas) que las personas sin hijos y con el mismo nivel educativo. ¿No tendrá esto algo que ver con la baja natalidad en nuestro país? Raramente existen explicaciones simples a problemas complejos, y el de la natalidad sin duda lo es. Las políticas públicas por sí solas no pueden explicar los cambios en las decisiones de las mujeres sobre tener hijos o no, cuántos y cuándo, pero sin duda tienen un papel. El trabajo Adsera y Lozano (2021) arroja más luz sobre el tema. Según sus estimaciones, España presenta la brecha más elevada de Europa entre la fecundidad deseada y la lograda, brecha que achacan a un cúmulo de factores entre los que están las razones económicas (alto desempleo y condiciones precarias de trabajo para muchos jóvenes), al inicio tardío de la convivencia en pareja (debido tanto a razones económicas como al cambio en el significado de las relaciones) y a la práctica ausencia de políticas públicas de apoyo a las familias y de conciliación laboral.

En definitiva, las sociedades actuales son muy diferentes a aquellas en las que nació y se desarrolló el Estado de Bienestar, lo que exige que las políticas sociales se adapten a las nuevas circunstancias y a las nuevas necesidades. Sin ánimo de exhaustividad, se proponen a continuación tres grandes áreas en las que deberían centrarse las reformas: la educación, las políticas de protección familiar y la jubilación. Como intentaremos demostrar, no se trata de tres áreas aisladas en las que el sector público puede intervenir para lograr un mayor bienestar personal y social con políticas sociales adecuadas, sino fuertemente interrelacionadas entre sí.

La educación es, sin duda, la gran clave de los cambios necesarios porque, al concentrarse al inicio de nuestro ciclo vital será determinante para resto de la vida. Curiosamente, uno de los factores que a la postre resultan clave en nuestro desarrollo como personas es completamente aleatorio y ajeno a nuestra voluntad: las características de la familia en la que nacemos y crecemos. Es bien sabido que la probabilidad de ser pobre durante la vida adulta es significativamente alta si se nace en una familia pobre, siendo la educación la variable intermedia más relevante: el nivel de estudios alcanzado está fuertemente correlacionado con el nivel socioeconómico de la familia y, a su vez, con el nivel de estudios de los padres (especialmente de la madre). En realidad, sería más apropiado hablar de la adquisición de capital humano que de educación. El capital humano tiene diferentes componentes, que van más allá de lo que entendemos habitualmente por la educación reglada. Entre ellos están habilidades no cognitivas como la capacidad de adaptación y la habilidad para aprender, que se adquieren principalmente durante la niñez, y dependen en buena parte del papel de la familia (Heckman, 2000, Cunha et al., 2006). De ahí que la sociedad deba volcar sus esfuerzos en áreas tan fundamentales como la educación escolar temprana y en la intervención en familias con necesidades socioeconómicas, para garantizar que ningún niño se quede atrás. Estas políticas determinarán en buena parte los resultados a lo largo de la vida: mejores condiciones laborales, mayores rentas, mejor salud, más esperanza de vida y más bienestar para esa persona y su familia. Y también mayores impuestos para contribuir a un mayor bienestar social, y para el mantenimiento de todos servicios públicos, incluido el Estado de Bienestar. En este sentido resulta interesante el trabajo de Abio et al (2016), que estima los perfiles por edad de renta laboral, consumo y transferencias según el nivel educativo en España, mostrando importantes diferencias. Y también los de Rentería et al. (2018 y 2024), en los que se utilizan dichos perfiles en diferentes países para mostrar el importante papel que puede jugar la educación para compensar los efectos negativos del envejecimiento de la población. Sin embargo, la miopía juega en contra de la toma de decisiones correctas a la hora de decidir las inversiones en el capital humano de los niños y niñas: los costes son inmediatos, mientras los beneficios son a largo plazo. De ahí que las políticas educativas sean de las primeras en sufrir las restricciones de gasto público. Sin embargo, las consecuencias a largo plazo son catastróficas, porque implican la perpetuación de las desigualdades y de la pobreza, además de ser claramente ineficientes. Tenemos que asumir que los niños y niñas, independientemente de que sus familias sean pobres o ricas, nacionales o inmigrantes, son bienes absolutamente preciosos para las sociedades modernas. Y debemos cuidarlos como tal, porque invertir en ellos y garantizarles un futuro también es garantizar el de las generaciones anteriores y posteriores.

Por supuesto, las reformas necesarias en torno a la educación no se circunscriben estrictamente a la atención temprana. El sistema educativo durante la etapa obligatoria debe garantizar las oportunidades de todos los niños y niñas durante la educación obligatoria, poniendo los elementos necesarios para erradicar problemas tan graves en España como son el fracaso escolar y abandono temprano, fuertemente focalizados en las familias de bajo nivel socioeconómico. De ahí la necesaria interrelación entre las políticas de protección a la familia y las educativas.

Una vez culminada la educación media, en las etapas superiores de educación sería deseable que se fomentase la interrelación entre la formación y el trabajo. En esta línea, los programas de formación dual en la formación profesional, o la simultaneidad de prácticas laborales y docencia en los grados universitarios deberían ser la norma, y no la excepción. Con los estímulos públicos adecuados (que incluirían sin duda actuaciones en materia de vivienda), se fomentaría la independencia de los jóvenes y su emancipación. En este aspecto, España tiene mucho que aprender de la mayoría de nuestros vecinos europeos, donde la edad a la que los jóvenes abandonan el domicilio paterno es claramente más reducida. Por último, aunque no menos importante debemos desterrar definitivamente la idea de que la educación (o mejor dicho, la adquisición de capital humano), se circunscribe a nuestra niñez y juventud. En las sociedades del conocimiento en las que estamos inmersos, la rápida innovación implica una mayor obsolescencia de los conocimientos. Ello unido a la mayor longevidad, hace imprescindible que la formación continúe a lo largo de toda nuestra vida activa. Deben diseñarse políticas que fomenten la colaboración público-privada en la formación continua de los trabajadores, que serán, a la postre, las mejores políticas de protección contra el desempleo, al garantizar su empleabilidad.

El segundo gran eje sobre el que debe girar la reforma de los Estados de Bienestar en las sociedades modernas, es el de la protección de las familias, es decir, de los padres y muy especialmente las madres. En línea con lo ya comentado para el caso concreto de la educación, las sociedades deben volcarse en el cuidado de los niños y niñas para garantizar no solo la equidad, sino también la eficiencia (que todas las personas consigan el mayor bienestar personal posible y, por ende, para toda la sociedad). En lo que se refiere a los padres y madres, las bajas de maternidad/paternidad y los servicios de cuidados de menores son medidas necesarias, pero no suficientes para garantizar que las mujeres puedan tener el número de hijos deseados en sociedades con tasas de fecundidad muy por debajo de la tasa de reposición de la población. Sin duda, las líneas de actuación deben estar centradas en el mercado laboral, que debe flexibilizarse permitir a las mujeres reingresar después de un período de ausencia por cuidado de hijos sin que suponga un coste en su carrera. Para ello, será útil que las carreras laborales sean más largas y menos rígidas, con políticas públicas más focalizadas a promover interrupciones temporales a lo largo de la vida activa que permitan a las personas combinar el trabajo con otras actividades (cuidar, descansar y formarse).

Finalmente, y muy relacionado con lo anterior, la reforma del Estado de Bienestar exige también la necesidad de replantear la etapa de jubilación como un período estrictamente definido a partir de una determinada edad para toda la población. Debe redefinirse el concepto de vejez, sustituyendo los típicos límites absolutos (65 o 67 años) por un límite relativo: la esperanza de vida al nacer ha pasado de 65 a 82 años en los últimos sesenta años (ni más ni menos que un 35%), ¿tiene algún sentido que, en paralelo, la definición oficial de vejez, es decir, la edad de retiro, se haya incrementado únicamente de 65 a 67 (un 3%)? Como afirma Bovenberg (2007), la “edad social” y la edad biológica deben moverse en la misma dirección. Nuevas realidades sociales, como la incorporación más tardía al mercado laboral, el incremento de la esperanza de vida y la necesidad de integrar la formación a lo largo de toda la vida activa, así como otras actividades como cuidar a los hijos u otros familiares, justifican la necesidad de eliminar la existencia de una edad máxima en la vida activa. Las personas debemos tener la capacidad para decidir en qué momento nos parece adecuado abandonar el mercado de trabajo, y si queremos hacerlo de manera total o parcial. Para ello, es imprescindible que los sistemas de pensiones funcionen como cuentas de ahorro personal (o las imiten), proporcionándonos información correcta sobre los derechos acumulados y su equivalencia en forma de pensión de acuerdo con nuestra esperanza de vida restante. El sistema de cuentas nocionales de Suecia es sin duda, un ejemplo a seguir. Al contrario de lo que suele pensarse, esto no necesariamente significa un castigo para los trabajadores con profesiones físicamente más exigentes, típicamente desempeñadas por los menos cualificados, dado que sus carreras laborales suelen ser más largas (comienzan antes), y su esperanza de vida es algo más corta. Y, en todo caso, al tratarse de un sistema público el estado se reserva la capacidad de introducir elementos redistributivos cuando así se considere socialmente deseable.

Aceptar la necesidad de reformar el Estado de Bienestar es la única manera de reconocer y mantener su papel fundamental como instrumento de soporte para garantizar una vida digna a todas las personas y la equidad intergeneracional. Las políticas públicas deben adaptarse a las nuevas realidades sociales, para así garantizar tanto su efectividad como su sostenibilidad en el tiempo, entendida esta última no únicamente en términos financieros, sino también a seguir contando con un amplio apoyo social. Las generaciones pasadas asumieron la responsabilidad de crear el Estado de Bienestar, mientras que la nuestra debe asumir las reformas necesarias para garantizar que también las siguientes podrán seguir disfrutándolo.

Bibliografía

Abio, G., Patxot, C,, Rentería, E. and Souto, G. (2017). “Intergenerational Trasfers in Spain: The Role of Education”. Hacienda Pública Española/Review of Public Economics, 223 (4), p. 101-130. DOI: 10.7866/HPE-RPE.17.4.4

Adserá, A. y M. Lozano (2021). “¿Por qué las mujeres no tienen todos los hijos que dicen querer tener?”. El Observatorio Social, Dosier Estado del bienestar, ciclo vital y demografía, Noviembre 2021, Fundación La Caixa. Disponible en: https://elobservatoriosocial.fundacionlacaixa.org/es/-/por-que-las-mujeres-no-tienen-todos-los-hijos-que-dicen-querer-tener

Bovenberg, A. (2007).  «The Life-Course Perspective and Social Policies: An Overview of the Issues”, in OECD, Modernising Social Policy for the new Life-Course, Chapter 2, p. 23-74, OECD Publishing, Paris. https://doi.org/10.1787/9789264041271-en

Heckmann, J.J. (2000). “Policies to Foster Human Capital”. Research in Economics, 54, p. 3-56. https://doi.org/10.1006/reec.1999.0225.

Cunha, F., J.J. Heckman, L. Lochner and D.V. Masterov (2006). “Interpreting the Evidence on Life Cycle Skill Formation”. In E. Hanushek and F. Welch (Eds) Handbook of the Economics of Education, Vol. 1, Elsevier. https://doi.org/10.1016/S1574-0692(06)01012-9.

Miret, P. (2022). “Convergencia de género en la participación laboral: ¿solo para algunas? España, 1987-2021”. Sociología del Trabajo, 101, 285-299. https://doi.org/10.5209/stra.81225 (Original work published 2022)

Rentería, E., Souto, G., Mejía-Guevara, I., and Patxot, C. (2016). “The Effect of Education on the Demographic Dividend”. Population and Development Review, 42(4), 651–671. http://www.jstor.org/stable/44132228

Rentería, E., Scandurra, R., Souto G. y Patxot, C. (2017). “Mujeres y hombres, consumo y producción a lo largo de la vida. Una relación desigual”. Observatorio Social de La Caixa, septiembre 2017. Disponible en: https://elobservatoriosocial.fundacionlacaixa.org/es/-/mujeres-y-hombres-consumo-y-produccion-a-lo-largo-de-la-vida-una-relacion-desigual

Rentería, E. Souto, G., Istenič, T. and Sambt, J. (2024). “Generational economic dependency in aging Europe: Contribution of education and population changes”. The Journal of the Economics of Ageing, 27, 100485. https://doi.org/10.1016/j.jeoa.2023.100485

Solé, M., Souto, G., Rentería, E., Papadomichelakis, G. and Patxot, C.  (2020) “Protecting the elderly and children in times of crisis: An analysis based on National Transfer Accounts”. The Journal of the Economics of Ageing, 15, Article 100208. https://doi.org/10.1016/j.jeoa.2019.100208

Spielauer, M. Horvath, T., Fink, M. Abio, G., Souto, G., Patxot, C. and Istenič, T. (2022). “Measuring the lifecycle impact of welfare state policies in the face of ageing”. Economic Analysis and Policy,75, p.1-25. https://doi.org/10.1016/j.eap.2022.05.002

[1] Ver https://www.un.org/sustainabledevelopment/es/

[2] Ver https://ec.europa.eu/social/main.jsp?catId=1226&langId=es

[3] La tasa de riesgo de pobreza se define como el porcentaje de población con menos del 60% de la renta mediana del país. Los datos provienen de Eurostat, que los estima a partir de las Encuestas de Condiciones de Vida (EU-SILC): https://doi.org/10.2908/ILC_LI02

[4] Las estimaciones se refieren al año 2010, última ola disponible hasta el momento de la Encuesta de Empleo del Tiempo (EET) elaborada por el INE.



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