Número 34 – 6

Política económica Internacional

Una década de política económica en Brasil (2011-2021)

(por Juan Francisco Albert Moreno, Departamento de Economía Aplicada -Política Económica-, Universidad de Valencia)

Tras haber registrado un crecimiento económico excepcional a principios de este siglo, la economía brasileña empezó a mostrar signos de agotamiento en 2011. Brasil experimentó una década dorada a principios de siglo. Entre los años 2003-2009, el PIB nominal del país creció a un ritmo del 4,1 % de media anual y la tasa de desempleo formal pasó del 10,5% a finales de 2002, al 5,7 % en diciembre de 2010. Los factores que permitieron este crecimiento inusual fueron múltiples. Por un lado, las políticas económicas aplicadas por el expresidente, Luiz Inácio Lula da Silva, permitieron al país disfrutar de uno años sostenidos de certidumbre y estabilidad económica. A modo de ejemplo, a lo largo de estos años Brasil fue capaz de devolver la totalidad de su deuda al Fondo Monetario Internacional, acumuló reservas de divisas, redujo su deuda pública, mantuvo las tasas de inflación bajo control y cumplió con sus compromisos en materia fiscal. Esas cifras dotaron al país de una gran confianza internacional y sus políticas fueron puestas de ejemplo en el continente y en el resto del mundo. La estabilidad internacional y el control de los agregados macroeconómicos también permitieron unos tipos de interés estables e históricamente bajos que impulsaban el consumo y la inversión. Por otro lado, el programa de ayudas públicas “Bolsa Familia” consiguió sacar a millones de personas de la pobreza extrema y redujo las desigualdades de forma notable. Se estima que más de 29 millones de brasileños salieron de la pobreza gracias a estas transferencias mensuales de aproximadamente 80 dólares. Las políticas redistributivas no supusieron solamente un éxito en términos sociales, sino que además floreció en el país una clase media inexistente hasta entonces que impulsó el consumo y la demanda interna. Finalmente, los vientos de cola también vinieron del sector exterior. El auge en el precio de las materias primas en la primera década del siglo, instigado entre otros factores por la mayor demanda de China – principal socio comercial de Brasil – supuso para Brasil un beneficio gigantesco y una entrada de divisas internacionales sin precedentes. Brasil es uno de los máximos exportadores mundiales de madera, mineral de hierro, estaño, productos petroquímicos o de productos agrícolas como la soja. El buen desempeño del comercio exterior permitió a su vez la financiación del gasto social mientras las cuentas públicas permanecían controladas. El éxito fue tal que a finales de 2009 la economía brasileña representaba el 40% del PIB total de América Latina y el Caribe, el 55% del PIB de Sudamérica y se había convertido en la quinta potencia mundial superando a países europeos como Italia, Francia y Reino Unido.

Sin embargo, todas las previsiones y expectativas del Brasil boyante que iba a albergar el Mundial de Futbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro de 2016, se trucaron en la siguiente década. A partir del año 2011 la economía brasileña empezó a mostrar signos de agotamiento con tasas de crecimiento moderadas y en 2015 y 2016 el país se vio inmerso en una profunda crisis política, económica y social. A lo largo de esos dos años el PIB se contrajo en casi 7 puntos porcentuales. Brasil se convirtió así en el único país de los 44 analizados por la OCDE con dos años consecutivos de caída durante este periodo. La economía brasileña volvió a crecer a una tasa positiva en 2017 apoyada por la recuperación de la confianza de hogares y empresas, el mayor dinamismo de las exportaciones, especialmente de productos agrícolas, y unas condiciones económicas favorables a nivel global. Sin embargo, el crecimiento interanual cercano al 1,5% durante el periodo comprendido entre 2017 y 2019 fue bastante más débil de lo esperado e insuficiente para afrontar la gran crisis económica y sanitaria que todavía estaba por venir. Muchos analistas señalan que la última década ha sido más nociva en lo económico y social para Brasil que la recesión que golpeó al país en la década de 1980, conocida como la «década perdida».

La incertidumbre política junto a la corrupción y los problemas estructurales son los principales escollos por los que atraviesa la mayor economía de América Latina y los principales causantes de la recesión y la exigua recuperación. Si los años precedentes eran años de estabilidad macroeconómica y política, en la década posterior ha sido todo turbulencias. En estos 10 años, el país ha conformado 4 gobiernos de distintos colores y todos ellos han estados envueltos en escándalos de corrupción. La crisis económica que tuvo lugar durante los años 2015-16 precipitó una crisis política y social que afecta gravemente a la gobernabilidad del país y dificulta la toma de decisiones de calado que se necesitan para llevar a cabo las reformas estructurales necesarias. Los sonados casos de corrupción han sido una constante en los últimos años y han agitado más si cabe el panorama político y social.  Una corrupción institucionalizada que ha afectado de forma directa o indirecta a todos los presidentes de los últimos 18 años y sigue estando presente hoy en día. Tras los escándalos de los gobiernos de Lula da Silva, Dilma Roussef y Michel Temer, recientemente la fiscalía de Brasil denunciaba al hijo del actual presidente, el senador Flavio Bolsonaro, por una supuesta trama de blanqueo de fondos en la época en la que este era diputado del legislativo de Río de Janeiro. Asimismo, otro de los hijos del presidente, Carlos Bolsonaro, fue identificado por la policía Federal como uno de los cabecillas de la organización criminal para la difusión de noticias falsas.

Los factores exógenos también son relevantes para explicar la decadencia de la economía brasileña en los últimos años. Por un lado, Brasil se ha visto muy afectado por la caída del precio del petróleo. El precio del crudo sufrió un desplome cuando EE. UU. empezó a desarrollar sus propias explotaciones petrolíferas mediante la fractura hidráulica (fracking) y los países de la OPEP optaron por no reducir la cantidad producida. Con la transición energética que se lleva a cabo a nivel global y la mayor inversión en fuentes de energía más sostenibles y económicas, las ganancias derivadas del petróleo se prevén cada vez menores. Por otro lado, el cambio del modelo productivo en China, cada vez menos dependiente de sus exportaciones, y las sucesivas depreciaciones de su moneda, el Renminbi, ha impactado negativamente en el sector exterior brasileño. Finalmente, las tensiones políticas internas han minado la confianza internacional de Brasil conduciendo a una salida nada desdeñable de capitales y de inversión privada.

La crisis política y económica convive con una grave conflictividad social, en muchos casos derivada de los problemas políticos. Más recientemente, se ha intensificado el creciente malestar generado en muchos sectores de la población por las políticas sociales adoptadas por el actual gobierno del exmilitar, Bolsonaro. Las medidas y declaraciones del presidente ultraconservador han precipitado las revueltas sociales de muchos colectivos, tales como feministas, LGTB, estudiantes o tribus indígenas, los que protestan por la pérdida progresiva de sus derechos. A esto se ha añadido una oleada de críticas y manifestaciones por la gestión de la pandemia, especialmente en los momentos donde los contagios alcanzaban cifras récord. Asimismo, la pandemia ha exacerbado las desigualdades ya preocupantes en Brasil y se empieza a observar un repunte de la pobreza extrema. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), Brasil es el séptimo país más desigual del mundo. Por si fuera poco, la pandemia ha podido incrementar la desigualdad de ingresos en un 20% según la Fundación Getulio Vargas. Los retos para las familias con menores ingresos son múltiples. Por un lado, muchos hogares vulnerables no tienen acceso a una atención sanitaria completa con el sistema público de salud desbordado. Esto supone que un mejor acceso y atención sanitaria en Brasil esta sesgado hacia aquellos sectores de la población con suficientes recursos. Por otra parte, se ha realizado un esfuerzo desde las distintas administraciones para mitigar las consecuencias financieras más inmediatas de las familias en los meses más duros de la pandemia. El aumento del desempleo y la caída de los ingresos laborales, especialmente entre los más pobres, ha producido que la potencial inclusión de millones de brasileños en la economía formal, garantizándoles el acceso a las protecciones sociales y a la movilidad económica, esté cada vez más lejos del objetivo. A la elevada desigualdad y pobreza hay que añadir la otra pandemia de delincuencia y violencia criminal que está azotando el país en los últimos años. La tasa anual de homicidios en 2017 fue de 31,6 muertes por cada 100.000 habitantes, triplicando la tasa que establece la Organización Mundial de la Salud como epidemia violenta.

Con este contexto, la pandemia generada por el virus SARS-CoV-2 sorprendió a Brasil en un momento delicado. La crisis sanitaria ha supuesto para Brasil un desafío sanitario y económico sin precedentes. A pesar de las reticencias de Gobierno Federal, muchas administraciones de carácter local y estatal pusieron en marcha distintas medidas de confinamiento y distanciamiento social con la intención de detener la propagación del virus. Como consecuencia de estas medidas y la incertidumbre generada por la pandemia, se generó una importante contracción tanto en la oferta como en la demanda interna. Asimismo, las medidas de aislamiento transfronterizas han tenido un fuerte impacto negativo en el sector exterior brasileño, especialmente en lo relativo a los productos manufacturados. En marzo de 2021, Brasil alcanzó su pico más alto de casos positivos por COVID-19 siendo uno de los países más golpeados por la pandemia. De acuerdo con el Banco Mundial, en el primer trimestre de 2021 Brasil era el segundo país del mundo con mayor número de casos confirmados por COVID-19 (12,7 millones) y de muertes (321.000, es decir, 149 por cada 100.000 habitantes). A finales de septiembre la cifra de fallecidos por este virus respiratorio se incrementaba hasta los 550.000 brasileños y, según datos del Fondo Monetario Internacional, la esperanza de vida media en el país se veía reducida en 1,3 años.

A pesar del drama sanitario y humano que está viviendo el país desde el inicio de la pandemia, las importantes medidas públicas de apoyo a empresas y hogares han permitido a la economía brasileña capear el temporal de forma razonable. Si bien es cierto que en el año 2020 la economía se contrajo en un 4,2%, si analizamos este dato en perspectiva comparada, observamos que el PIB real de Brasil disminuye menos que en la mayoría de las economías avanzadas y emergentes y se registra la menor contracción entre las principales economías latinoamericanas. Por ejemplo, en Argentina la caída del PIB fue del 9,9%, en Méjico del 8,5%, y en el promedio de los países de América Latina y el Caribe se registró un decrecimiento del 7,0%. En este sentido, cabe remarcar que la caída del consumo privado se ha visto amortiguada por el ambicioso paquete de transferencias públicas dirigidas a los hogares más vulnerables y al amplio grupo de trabajadores informales que subsiste en el país. Asimismo, se realizaron importantes medidas de apoyo a la liquidez y al capital de las empresas que garantizaron la resistencia del sistema financiero.

La pandemia ha agravado otro de los problemas que viene arrastrando Brasil en los últimos años: el deterioro de las cuentas públicas. En 2020, el déficit público se situó en cifras cercanas al 14% y la relación deuda pública/PIB alcanzó el 90%, un incremento sustancial de la deuda pública explicado por las medidas de apoyo a hogares y empresas, la depreciación de la moneda y una severa caída del PIB. Brasil lleva toda la década intentando controlar las cuentas públicas sin demasiado éxito. Sin una estructura eficiente de impuestos que aumente la recaudación, confiar solamente en la privatización de sus empresas públicas para contener los déficits públicos parece una quimera. 

Por último, hay que destacar que en Brasil persisten los problemas económicos asociados a una baja productividad y competitividad. La evolución de la productividad ha contribuido negativamente al crecimiento del PIB potencial desde el año 2013. El gran reto para Brasil consiste en abandonar el cortoplacismo que rige la lógica de unos ciclos políticos muy polarizados para implementar reformas duraderas. El bajo desempeño de la productividad está producido, en parte, por las deficientes infraestructuras, un sistema fiscal poco progresista y costoso, la escasa liberalización comercial o una reforma energética y educativa pendiente. Mención aparte merece la gestión ecológica del gobierno. Brasil alberga más del 60 por ciento de la selva amazónica y la legislación laxa en cuanto a las cuestiones relativas a la protección del medio ambiente está suponiendo problemas medioambientales importantes y una fuente de tensión en las relaciones diplomáticas internacionales. En este sentido, el incumplimiento de los compromisos climáticos por el gobierno de Bolsonaro impide el acuerdo de un nuevo tratado de libre comercio entre la Unión Europea y el Mercosur y obstaculiza unas buenas relaciones bilaterales con la Administración Biden en EE.UU..

La política económica para el futuro más inmediato está marcada por las elecciones a la presidencia que se celebrarán en octubre de 2022, momento en el que el actual presidente aspira a la reelección. No obstante, las últimas encuestas de octubre de 2021 no le auguran un buen resultado. Por un lado, una investigación parlamentaria sobre su gestión de la pandemia y el reiterado negacionismo sigue cercenando la imagen pública de Bolsonaro y restándole apoyos parlamentarios. La comisión parlamentaria denuncia que el presidente incurrió en «crímenes contra la humanidad» con su negacionismo, agravando la incidencia de la enfermedad en el país. Por otra parte, el repunte de la inflación se ha convertido en una de las mayores críticas populares en lo referente a la gestión económica. Además, hay que añadir la inesperada vuelta a la escena política del expresidente, Lula da Silva. En marzo de 2021, un juez de la Corte Suprema anuló las dos condenas por corrupción del exmandatario y líder del Partido de los Trabajadores, tras pasar encarcelado 580 días. Esta sentencia le ha permitido recuperar sus derechos políticos y, aunque no ha confirmado con rotundidad si se va a presentar a las elecciones presidenciales, el consenso de las encuestas le sitúa como el máximo favorito. El más que probable duelo en los próximos comicios entre Bolsonaro y Lula da Silva podría acentuar todavía más el agitado clima de polarización instaurado desde hace tiempo en Brasil. La población brasileña se encuentra así en un momento clave que podría marcar el devenir de la próxima década.

 

 



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